Carta de opinión del escritor valenciano Josep Carles Laínez
.La característica de una ciudad frente a los pueblos es la colonización tan insospechada e ineluctable de sus alrededores, su voracidad. Rara vez se interpreta esta depredación como pérdida, sino como reequipamiento lógico del área fronteriza: los terrenos entre la ciudad de Castellón de la Plana y su puerto, entre la Ciudad de Valencia y los pueblos o pedanías contiguos, o el hinterland sobre el que se extiende, por ejemplo, Segorbe, no entrarían dentro de lo susceptible de ser pactado, sino de algo de lo cual se asume la desaparición, pues el crecimiento de una urbe así lo requeriría.
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La todavía reciente construcción de la autovía (con un mal gusto supino llamada “Mudéjar”) que nos une con las capitales aragonesas, y la impronta que ha dejado en la comarca del Alto Palancia, es también un hecho para meditar. Por una parte, se gana tiempo de viaje; por otra, zonas que habían permanecido alejadas del frenesí de la costa han perdido paisaje, tranquilidad y bienestar. Sin olvidarnos de las manías urbanísticas en los pequeños pueblos, ahora, afortunadamente, venidas a menos. Las obras, las construcciones o esa entelequia denominada “progreso” acaban con lugares, mitos, con formas de vida. Y no hay nada positivo en ello.
Por ejemplo, Navajas, de noble fama, y con remedos de balneario centroeuropeo de principios del siglo XX, mantenía su templanza de pueblo digno y recogido. Nada le importunaba su cercanía a la capital de la comarca, Segorbe, ni tampoco la mayor proximidad al polígono industrial de esta. Sus actos culturales, sus dinamizadores, sus grandes casas (lo más cercano en esta zona a los palacetes) y la presencia de respetabilísimas figuras de la cultura europea, como el escritor Jean Chalon, otorgaban el marchamo de una elegante decadencia. Ahora, por el contrario, se ha construido en su término la que se auguraba rotonda más grande de España, asolando caminos, árboles, parajes, vistas, animales… El pueblo permanece con su olmo centenario, pero la aproximación de la víbora de asfalto ha roto un equilibrio básico.
Pero continuemos hacia el norte. Masadas Blancas es una estación de RENFE que pertenece a Viver. Mis abuelos y mi madre vivieron allí varios años en la década de los 40, y a pesar de sus continuas relaciones con los pueblos vecinos y de la más próxima carretera, conservaba hasta hace poco una viveza de entorno apartado, como si te encontraras en medio de una pequeña colonia ganada a lo salvaje, en una frontera imaginada. Masadas Blancas, sin embargo, ya no es así: la cruza el sendero GR-7, la autovía la cercena al este y un puente de reciente construcción la acota a occidente. Sus escasos moradores asisten impertérritos a una decadencia del lugar como espacio poblado, aunque sólo sea en fin de semana. Los raíles permanecen, pero el emplazamiento está ya vacío de sentido.
Al salir de esta localidad, comenzamos a subir las cuestas del Ragudo (o de Herragudo), por donde una vez una hermosa muchacha iba advirtiendo a los viajeros del peligro de la próxima curva, sí, justo esa que viene ahora, no corra, es muy peligrosa, créaselo, pues ahí es donde yo me maté, y desaparecía del asiento del copiloto. Junto a aquella alma errante por el mundo de los espíritus, hubo también avistamiento de luces que perseguían a los vehículos en la madrugada, temiendo o deseando sus ocupantes el privilegio de un contacto. En lo alto, a más de un kilómetro de altitud, suele nevar y la llegada a tal punto suponía el fin de las curvas y la inminente entrada en Aragón. En la actualidad, la antigua carretera del Ragudo sólo la transitan ciclistas y algún automovilista nostálgico. En vez de la desolación de la altura, modernísimos molinos de viento, de los que se pasa al pie, cercenan la posibilidad de cualquier ensoñación, al tiempo que rompen el silencio y las alas de las aves que caen muertas por sus aspas.
En la cumbre, Barracas, que en el siglo XIII recibía el más preciado apelativo de Sant Pere de Bellmont, quizá respire de nuevo tras la mengua de tráfico rodado por la construcción de la autovía a algunos centenares de metros de la carretera nacional; ésta aún divide las casas del pueblo de la gasolinera, de un vergonzante lupanar y de algunos establecimientos surgidos para el avituallamiento de viajeros y transportistas. Tal vez Barracas respire o se ahogue ante el asfalto que la dinamizó y ahora la condena a la parada secundaria.
A este triste recorrido por pueblos y zonas que pronto dejarán de tener resonancias míticas para los valencianos más jóvenes, cabría añadir la política motriz de la mayoría de los Ayuntamientos: convertir en suelo urbanizable parcelas rurales alejadas del núcleo urbano, o asolar edificios centenarios para edificar vulgares casas, como ha ocurrido, sin ir más lejos, en Caudiel.
Lamentablemente muchas comarcas valencianas se están convirtiendo en zonas por donde se pasa, pero donde nadie parará camino de la playa. Fuimos un reino independiente, sí, pero a veces parecemos una “Comunitat” de servicios para otros, los importantes, a quienes hay que servir.
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La todavía reciente construcción de la autovía (con un mal gusto supino llamada “Mudéjar”) que nos une con las capitales aragonesas, y la impronta que ha dejado en la comarca del Alto Palancia, es también un hecho para meditar. Por una parte, se gana tiempo de viaje; por otra, zonas que habían permanecido alejadas del frenesí de la costa han perdido paisaje, tranquilidad y bienestar. Sin olvidarnos de las manías urbanísticas en los pequeños pueblos, ahora, afortunadamente, venidas a menos. Las obras, las construcciones o esa entelequia denominada “progreso” acaban con lugares, mitos, con formas de vida. Y no hay nada positivo en ello.
Por ejemplo, Navajas, de noble fama, y con remedos de balneario centroeuropeo de principios del siglo XX, mantenía su templanza de pueblo digno y recogido. Nada le importunaba su cercanía a la capital de la comarca, Segorbe, ni tampoco la mayor proximidad al polígono industrial de esta. Sus actos culturales, sus dinamizadores, sus grandes casas (lo más cercano en esta zona a los palacetes) y la presencia de respetabilísimas figuras de la cultura europea, como el escritor Jean Chalon, otorgaban el marchamo de una elegante decadencia. Ahora, por el contrario, se ha construido en su término la que se auguraba rotonda más grande de España, asolando caminos, árboles, parajes, vistas, animales… El pueblo permanece con su olmo centenario, pero la aproximación de la víbora de asfalto ha roto un equilibrio básico.
Pero continuemos hacia el norte. Masadas Blancas es una estación de RENFE que pertenece a Viver. Mis abuelos y mi madre vivieron allí varios años en la década de los 40, y a pesar de sus continuas relaciones con los pueblos vecinos y de la más próxima carretera, conservaba hasta hace poco una viveza de entorno apartado, como si te encontraras en medio de una pequeña colonia ganada a lo salvaje, en una frontera imaginada. Masadas Blancas, sin embargo, ya no es así: la cruza el sendero GR-7, la autovía la cercena al este y un puente de reciente construcción la acota a occidente. Sus escasos moradores asisten impertérritos a una decadencia del lugar como espacio poblado, aunque sólo sea en fin de semana. Los raíles permanecen, pero el emplazamiento está ya vacío de sentido.
Al salir de esta localidad, comenzamos a subir las cuestas del Ragudo (o de Herragudo), por donde una vez una hermosa muchacha iba advirtiendo a los viajeros del peligro de la próxima curva, sí, justo esa que viene ahora, no corra, es muy peligrosa, créaselo, pues ahí es donde yo me maté, y desaparecía del asiento del copiloto. Junto a aquella alma errante por el mundo de los espíritus, hubo también avistamiento de luces que perseguían a los vehículos en la madrugada, temiendo o deseando sus ocupantes el privilegio de un contacto. En lo alto, a más de un kilómetro de altitud, suele nevar y la llegada a tal punto suponía el fin de las curvas y la inminente entrada en Aragón. En la actualidad, la antigua carretera del Ragudo sólo la transitan ciclistas y algún automovilista nostálgico. En vez de la desolación de la altura, modernísimos molinos de viento, de los que se pasa al pie, cercenan la posibilidad de cualquier ensoñación, al tiempo que rompen el silencio y las alas de las aves que caen muertas por sus aspas.
En la cumbre, Barracas, que en el siglo XIII recibía el más preciado apelativo de Sant Pere de Bellmont, quizá respire de nuevo tras la mengua de tráfico rodado por la construcción de la autovía a algunos centenares de metros de la carretera nacional; ésta aún divide las casas del pueblo de la gasolinera, de un vergonzante lupanar y de algunos establecimientos surgidos para el avituallamiento de viajeros y transportistas. Tal vez Barracas respire o se ahogue ante el asfalto que la dinamizó y ahora la condena a la parada secundaria.
A este triste recorrido por pueblos y zonas que pronto dejarán de tener resonancias míticas para los valencianos más jóvenes, cabría añadir la política motriz de la mayoría de los Ayuntamientos: convertir en suelo urbanizable parcelas rurales alejadas del núcleo urbano, o asolar edificios centenarios para edificar vulgares casas, como ha ocurrido, sin ir más lejos, en Caudiel.
Lamentablemente muchas comarcas valencianas se están convirtiendo en zonas por donde se pasa, pero donde nadie parará camino de la playa. Fuimos un reino independiente, sí, pero a veces parecemos una “Comunitat” de servicios para otros, los importantes, a quienes hay que servir.
Fuente: Panorama Actual
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